Celia, desesperada por los infortunios que la perseguían
en España, emigró a Buenos Aires a finales del tercer cuarto del siglo XX.
Pronto conoció a Hugo, un pintor que de ella se enamoró, y ante su rechazo por
miedo a que fuera su undécimo amante aniquilado; este le pidió conocer su vida
pasada, y ser él quien decidiera si el miedo a la muerte superaba al amor que le
profesaba.
Le habló
de su viudedad en Valencia con tan solo veintiún años, de sus diez amantes
incomprensiblemente asesinados, de su familia republicana de Alustante; un
pueblo del Señorío de Molina de Aragón, y de la familia de su difunto marido
procedente de Sierra Menera, que con el hierro de sus minas emigró a la siderurgia
del Puerto de Sagunto, antes de la absurda guerra civil española que sesgaría
tantas vidas, entre las que se encuentran las de dos tíos de Celia, uno muerto
en batalla frente a la catedral de Sigüenza y el otro en el asalto de Teruel
por el ejército franquista.
Siete
años transcurridos desde el primer al décimo asesinato, todos matados de la
misma manera: de tres navajazos en el corazón y con sus genitales a la
intemperie. La perfección de los asesinatos y las horas en que se produjeron
volvieron inoperantes a las pesquisas policiales, terminando por imputar a
Celia y siendo necesaria la hipnoterapia para resolver el caso.